La guitarra eléctrica es un instrumento ligado de manera indisoluble a la historia del rock. Por ello es habitual que, cuando se enumeran las figuras clave en la evolución del mismo, la lista esté copada por músicos de este género, de Jimi Hendrix a Eddie Van Halen. Aunque bien es cierto que el rock proporcionó a la guitarra una popularidad que no había alcanzado anteriormente, su invención y uso habitual son previos al mismo y nos llevan a los años veinte del siglo pasado.
Inicialmente, uno de los objetivos del recién nacido instrumento era que la amplificación permitiera hacer más audible su sonido dentro del conjunto de una big band. Cabe decir que la labor de la guitarra en estas orquestas de swing era, sobre todo, rítmica. La figura del incombustible Freddie Green, pieza esencial durante décadas de la locomotora que propulsaba a la banda de Count Basie, es un inmejorable ejemplo de esa función discreta pero básica.
Al mismo tiempo, esta evolución tecnológica también facilitó el uso de la guitarra como instrumento solista, sin que se perdiera entre el muro sónico de los vientos. Y entonces apareció Charlie Christian. No es que no hubiera solos de guitarra antes que él, dentro del jazz y otros géneros como el blues, pero tenían un carácter más esporádico y, por lo general, se ejecutaban con guitarras acústicas.
Me vienen a la mente nombres como Lonnie Johnson, Eddie Lang o Django Reinhardt —a quien también dedicamos una reseña clásica hace un tiempo—, pero fue Christian el principal catalizador e impulsor de la guitarra eléctrica en el ámbito del jazz. En el mundo del blues su equivalente sería, sin duda, T-Bone Walker. No es casual que ambos fueran oriundos de Texas, que llegaran a compartir profesor de guitarra en su infancia ni que tocasen juntos brevemente en Oklahoma, antes de que Christian partiese a Nueva York y se diese a conocer como integrante de la banda de Benny Goodman.
T-Bone siempre mostró su admiración por Christian, y si consideramos la influencia de Walker en los músicos que desarrollaron la guitarra eléctrica como principal instrumento solista en el blues —como los tres King: B.B., Albert y Freddie— o prácticamente toda la escuela de Chicago, que luego se trasladó al rock a través de Hendrix, Clapton o Beck, el nexo entre nuestro protagonista y las generaciones de guitar heroes que todos conocemos está hecho. Y eso sin olvidar que el canon guitarrístico en el jazz, impuesto en los cincuenta y sesenta por luminarias como Wes Montgomery, Kenny Burrell o Grant Green, deriva directamente de él y no se puede entender sin su obra.
Lo más impresionante de todo es que ese legado se produjese en un periodo de tiempo tan corto. Christian, nacido en 1916, empezó a utilizar la guitarra eléctrica en 1937, y en 1939 le fichó Benny Goodman para su sexteto, fijando su residencia en Nueva York, donde apenas tres años después murió de tuberculosis. La clave de su impacto, sin duda, reside en su espectacular fraseo y su fluidez, más inspirados en instrumentistas de viento —especialmente en Lester Young— que en otros guitarristas. Al igual que Young, con quien tocó en varias ocasiones, Christian, aun siendo un músico de swing, incorporó en su discurso elementos que anticiparon en cierto modo el ya próximo bebop.
Supongo que tampoco fue casual, en este sentido, que coincidiese en las jams neoyorquinas con algunos de los creadores de esta corriente. Incluso he llegado a leer en algún foro una cita de Charlie Parker afirmando que quería que su alto sonase como la guitarra de Charlie Christian. No he conseguido contrastar la fiabilidad de esta cita, pero, en cualquier caso, sirve como ejemplo de que la sombra del guitarrista se proyectó mucho más allá del ámbito de su instrumento.
Su temprano fallecimiento le impidió consolidar una carrera en solitario, por lo que la inmensa mayoría de sus grabaciones —y el álbum que hoy nos ocupa no es una excepción— las realizó como parte de los combos de Goodman. Este hecho conlleva que su labor como sideman quedara supeditada y restringida por las necesidades del grupo, aunque bien es cierto que su “jefe”, consciente de su talento, le reservó un espacio solista inusualmente amplio hasta entonces para un guitarrista.
No hay que olvidar que Goodman dirigía una de las orquestas de swing punteras, por lo que su sexteto estaba plagado de solistas de primera fila, como el vibrafonista Lionel Hampton, el trompetista Cootie Williams —recién llegado de la orquesta de Duke Ellington— o el propio Goodman. De hecho, en la selección de temas que incluye el disco que hemos elegido como excusa para esta reseña, The Genius of Electric Guitar, hay intervenciones destacadas de todos ellos, y en especial de Hampton, aunque lo cierto es que Christian sobresale por su inventiva rítmica y melódica, mostrando, por contraste, lo adelantado que estaba a su tiempo.
Como punto fuerte de este Genius of Electric Guitar, cabe destacar que en él se encuentran algunos de los temas más representativos de su carrera, convertidos en parada casi obligatoria para todo buen guitarrista de jazz que se precie, como Solo Flight, Six Appeal o Air Mail Special, en las que Christian lleva buena parte del peso de la grabación, con la banda apoyando detrás. También hay alguna curiosidad —supongo que extraída de ensayos de sesión— como la improvisación de Blues in B.
Sin embargo, se echa en falta algún material del que llegó a grabar con sus incipientes grupos propios (quinteto o cuarteto), o el extraído de las míticas jams del Minton’s Playhouse, junto a músicos de la talla de Thelonious Monk, Dizzy Gillespie o Kenny Clarke, en los albores del movimiento que puso patas arriba el jazz. Para quienes queráis profundizar, existen recopilatorios más exhaustivos que incluyen su quinteto, como Solo Flight: The Genius of Charlie Christian, así como un álbum con sesiones en directo titulado Live Sessions at Minton’s Playhouse, que muestra esa transición que se estaba produciendo del swing al bop.
En cualquier caso, el recopilatorio que hoy nos ocupa es una buena puerta de entrada a un capítulo fundamental, no sólo del instrumento rockero por excelencia, sino también de los procesos que fueron configurando los estilos tal y como los conocemos actualmente. Sirva esta reseña para reivindicar, además, a su protagonista, cuyo reconocimiento popular nunca ha estado al nivel de su extraordinaria importancia.
Oscar G. del Pomar
